El tema de la legalización de las drogas surge como algo que las sociedades se plantean a partir del uso extendido de las mismas, a pesar de su estatus de ilegalidad, lo que ha producido la percepción de inefectividad (van den Brink, 2008); más aún, la fallida guerra a las drogas y la fuerza cada vez mayor del crimen organizado, que amenaza al Estado, pues tiende a desplazar y sustituir sus instituciones (Calderón, 2015). Legalizar, sin embargo, es frecuentemente confundido con la posibilidad de fomentar el acceso a sustancias cuyos usos pueden ser peligrosos, y cuya evitación es, definitivamente, la mejor manera de eludir los riesgos asociados a cada una de ellas. Pero lo cierto es que el narcotráfico es un negocio rentable, precisamente porque las drogas ilegales se venden, hoy día, sin ningún tipo de control de acceso o de calidad.
Al hablar de legalización, no estoy fomentando los usos, que ya existen, ni estoy sugiriendo que las personas deban iniciar el consumo de drogas. Lo que sí estoy haciendo, es aceptar que quienes quieren consumir, hoy día, tienen acceso, en cualquier parte, a cualquier sustancia, es decir, que la prohibición no ha sido la que evita que las personas en el mundo consuman drogas o sufran de procesos adictivos, porque la accesibilidad no se ha visto restringida por la política. Pienso que los estados tienen la responsabilidad de proteger a sus ciudadanos de riesgos innecesarios, sobre todo cuando se trata de menores de edad, y creo que las leyes y regulaciones que facilitarían esta protección son posibles, y serían similares a las que ya existen para sustancias peligrosas legales, como el alcohol o el tabaco, así como para algunos fármacos. Creo que cada lector puede preguntarse si solamente se limita en sus consumos de drogas por su condición de ilegales, o si el conocimiento de algunos peligros asociados a los usos juegan un rol en su decisión de abstenerse. La idea de que las personas se drogarán una vez que las drogas sean legales es, precisamente, lo que vamos a investigar, comenzando el día de hoy, en una serie de artículos que posibiliten la argumentación racional, amable y cordial que este tema evoca.
Empecemos con Holanda. La política de drogas en este país se ha enfocado en la protección de la salud de los consumidores individuales y sus ambientes, lo que ha implicado una reducción de los daños asociados al uso de sustancias (Boekhout van Solinge, 1999). El parlamento Holandés revisó la Ley sobre Opio en 1976, haciendo una distinción entre el cannabis y otras drogas, y estableciendo un enfoque cuyo centro está en la prevención o alivio de los riesgos sociales o individuales causados por el uso de drogas. Holanda ha apuntado a la “normalización”, es decir, a un modelo de control social basado en la despolarización y la integración de las desviaciones, en lugar de la disuasión y el aislamiento. Al tratar a los problemas relacionados a las drogas como problemas sociales normales, el paradigma holandés apunta a aliviarlos y a disminuir el riesgo que conllevan.
Holanda hizo una separación de los mercados, al clasificar a las drogas como aquellas que representan un riesgo a la salud inaceptable (anfetaminas, cocaína, heroína, y LSD), en categoría I, mientras colocó a los productos derivados del cannabis en categoría II (Boekhout van Solinge, 1999). La creación de espacios seguros (coffeeshops) en los que las personas pueden acceder a cantidades controladas de cannabis sin amenazas, se pensó como una estrategia para limitar la intención de acceso a otras drogas, en un contexto en el que la epidemia de heroína ya era significativa: en la década de los ’70, Holanda enfrentaba un aumento súbito de consumo de heroína, llegando a un estimado de 30.000 usuarios en los inicios de los ’80 (Blok, 2017).
El enfoque de salud y de reducción de daño en Holanda, ha hecho que las autoridades no persigan a los adictos, mientras que existen posibilidades de acceso tanto a metadona como substituto, como a heroína en clínicas; esto ha convertido en los adictos a esta sustancia en seres devaluados en las representaciones sociales del país: el adicto a heroína es visto como un perdedor, un símbolo de la década perdida de los ’70, lo que disuade a los jóvenes que no ven nada glamoroso en el uso de esta sustancia (Boekhout van Solinge, 1999). El uso de heroína, justamente por la visibilidad que produce la descriminalización, es visto no como un acto de rebeldía, sino como un peligro asociado a la adicción. Lo que explica Boekhout es que “como aparece desde los estudios de panel que se hacen cada año entre la gente joven en la ciudad de Amsterdam, incluso para gente joven y susceptible la heroína tiene una imagen negativa, ya que ellos asocian el uso de esta droga con la adicción” (Boekhout van Solinge, 1999: 2).
La descriminalización de los usos ha hecho que los adictos caminen libremente por las calles, por las zonas de fiesta, por los puntos de encuentro de la ciudad. Pero esa imagen ha permitido construir representaciones de la heroína que disminuyen el interés en quienes no la utilizan, incluyendo a jóvenes vulnerables. La posibilidad de tratamiento, incluso de acceso a metadona o a heroína de manera controlada disminuye el daño social que se causa por el comercio de esta sustancia. Entonces, aunque las drogas no están legalizadas en Holanda, la política enfocada en la reducción del daño, que ha relajado la aproximación punitiva, produce estos efectos inesperados, reduciendo, al 2010, a 14.000 consumidores de heroína, con un promedio de edad de 55 años (Blok, 2017).
Holanda no ha legalizado las drogas: el tráfico, cultivo, producción, comercio y posesión de las mismas, son considerados actos criminales a partir de la Ley de Opio, establecida en 1928 y revisada en 1976 (European Monitoring Centre for Drugs and Drug Addiction, 2017). Al mismo tiempo, Holanda ha establecido alternativas de acceso a sustancias como la heroína, que dejan de lado el mercado ilegal: en 1996, se inició la prueba del Tratamiento asistido por Heroína, y se registró como medicación legal en el año 2006 luego de una evaluación favorable (Grund & Breeksema, 2017). En este país, además, se han establecido salas de consumo para personas que se inyectan, fuman, o incluso beben alcohol, con el fin de disminuir los riesgos asociados, dentro de una política de reducción de daños que ha incluido provisión e intercambio de jeringas.
A partir de1995, Holanda comenzó un proceso de endurecimiento de la regulación en torno a los coffeshops (Grund &Breeksema, 2017). Debe tenerse en mente que el cannabis no se legalizó, y que el abastecimiento de los mismos siempre ha sido ilegal, es decir, que el país ha tenido una política contradictoria, con un enfoque ambiguo, descriminalizando los usos pero manteniendo la criminalización del tráfico.
En el 2012, el establecimiento de nuevos criterios para el acceso a los coffeeshops, como la necesidad de un registro y una membresía, hicieron que los consumidores regulares, sostenidos en preocupaciones en torno a su privacidad, abandonen los espacios seguros y retornen al mercado ilegal en su lugar (Grund & Breeksema, 2017). Por otra parte, se requirió de la nacionalidad holandesa para poder ingresar a un coffeeshop. Estas dos nuevas regulaciones han sido descartadas de un modo u otro: la necesidad de registro se abolió en enero del año siguiente, mientras que el requerimiento de la nacionalidad se limitó a los municipios. Muchas municipalidades, incluyendo las cuatro ciudades más grandes del país, no lo aplican.
En la década de los ’90, la tolerancia a las casas de consumo disminuyó, fomentando el retorno del mercado de drogas a las calles. El crack, vinculado a los espacios de uso de heroína, se convirtió rápidamente en un problema no solamente de consumo, sino de efectos secundarios negativos que ya no se podían controlar en las casas de consumo, como una escena de drogas callejeras volátil, caracterizada por consumidores que envejecían, caos, problemas de salud mental y políticas represivas (Grund & Breeksema, 2017). A partir de 1995, los gobiernos invirtieron en reducción de daño, y el país ha visto una disminución en la incidencia de heroína y de crack, con una población que la utiliza cada vez mayor.
Fenómenos como el aumento en la edad de los consumidores, la tecnología y las políticas de reducción de daños han hecho que desaparezca la necesidad de vender o frecuentar áreas especeificas para las transacciones de drogas (Grund & Breeksema, 2017). Los albergues, el tratamiento de adicciones, el cuidado público de la salud mental, y los servicios para personas sin hogar, permitieron la institucionalización de la población que envejecía, y que se caracterizaba cada ve más por usos de drogas severos y problemas de salud mental. La mayoría de consumidores de la calle ahora tiene un lugar donde vivir, y recibe tratamiento, que puede incluir el asistido por heroína.
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